Aquí está el poema diario que utilizamos para ir fortaleciendo la inteligencia y la sensibilidad de nuestros alumnos. Si alguien encuentra un bálsamo o un revulsivo en esta diaria medicina, bienvenido sea.
La feria del pueblo, Kustodiev (1878-1927) Dime cuáles son para ti las diez palabras más bellas de la lengua castellana, y te diré quién eres Nicanor Parra Para mí la primera barcarola porque es mentira y además se puede cantar en dos idiomas la 2 podría ser un adjetivo en femenino blanca la tres, tálamo, no necesita explicación 4 cincel 5 amapola epitalamio puede ser la sexta aunque tal vez suena algo rebuscada amor sería más fácil pero también más tonto la siete bocamanga podría escoger ángel pero prefiero feria sí, feria es la octava la novena palabra es artefacto (siempre me gustó) la décima vergel Gonzalo Escarpa (Fátiga de materiales, 2006)
En aquel tren, camino de Lisboa, en el asiento contiguo, sin hablarte –luego me arrepentí. En Málaga, en un antro con luces del color del crepúsculo, y los dos muy fumados, y tú no me miraste. De nuevo en aquel bar de Malasaña, vestida de blanco, diosa de no sé qué vicio o qué virtud. En Sevilla, fascinado por tus ojos celestes y tu melena negra, apoyada en la barra de aquel sitio siniestro, mirando fijamente -estarías bebida- el fondo de tu copa. En Granada tus ojos eran grises y me pediste fuego, y ya no te vi más, y te estuve buscando. O a la entrada del cine, en no sé dónde, rodeada de gente que reía. Y otra vez en Madrid, muy de noche, cada cual esperando que pasase algún taxi sin dirigirte incluso ni una frase cortés, un inocente comentario… En Córdoba, camino del hotel, cuando me preguntaste por no sé qué lugar en yo no sé qué idioma, y vi que te alejabas, y maldije a la vida. Innumerables veces, también, en la imaginación, donde caminas a veces junto a mí, sin saber qué decirnos. Y sí, de pronto en algún bar o llamando a mi puerta, confundida de piso, apareces fugaz y cada vez distinta, camino de tus mundos, donde yo no podré tener memoria.
Le envié mensajeros con gardenias, bombones y libros de poemas; telegramas diciéndole: te quiero, y todos los domingos, cuando se despertaba, hice sonar su disco favorito. Yo creí muy romántico ocultar mi remite, y que el desinterés una fórmula fuera de amar refinadísima –y quizá, dado el caso, la única posible–. ¡Qué pérdida de tiempo! Alguien con él comparte mis ramos, mis pasteles y mis rimas, y no me extrañaría –puesto que son anónimos– que encima se jactara de elegir mis envíos y pagarlos. Ahora cada domingo, me sé de sobra cuándo se despiertan y no pongo la música. Bajo a la portería, pulso el timbre y no paro hasta que los interrumpo.
Vista de la costa de Amalfi, Carl Morgenstern (1867)
Conozco la historia del que llenaba su casa de lilas blancas; la del que amaba deslizar la mano, temblorosa, sobre frías gemas, ágatas, berilos; la del que paseaba en la noche, con un candelabro Imperio por salones abarrotados de lienzos y marfiles. Hiperestésicos, anhelantes, heridos. Porque la Belleza es, a veces, excesiva e inasible. Pero sigue brillando el cuerpo joven en la tarde. Y se enciende la mirada azul, y el fino cabello negro, y la piel oscura. Y el muchacho nos mira, al pasar, ignorante de su don, como en los cuentos persas, mientras tú, herido, buscas alivio en cosas muertas. Luis Antonio de Villena (Hymnica, 1979)
Portada de la novela Desayuno en Tiffany's, de Truman Capote
Nunca desayunaré en Tiffany ese licor fresa en ese vaso Modigliani como tu garganta nunca aunque sepa los caminos llegaré a ese lugar del que nunca quiera regresar una fotografía, quizá una sonrisa enorme como una ciudad atardecida, malva el asfalto, aire que viene del mar y el barman nos sirve un ángel blanco, aunque sepa los caminos nunca encontraré esa barra infinita de Tiffany el juke-box donde late el último Modugno ad un attimo d'amore che mai piu ritornerá... y quizá todo sea mejor así, esperando porque al llegar no puedes volver a Ítaca, lejana y sola, ya no tan sola, ya paisaje que habitas y usurpas nunca, nunca quiero desayunar en Tiffany, nunca quiero llegar a Ítaca aunque sepa los caminos lejana y sola.
Manuel Vázquez Montalbán (Una educación sentimental, 1967)
Poblado Sioux cerca de Fort Laramie, Albert Bierstadt (1859)
La llanura infinita y el cielo su reflejo. Deseo de ser piel roja. A las ciudades sin aire llega a veces sin ruido el relincho de un onagro o el trotar de un bisonte. Deseo de ser piel roja. Sitting Bull ha muerto: no hay tambores que anuncien su llegada a las Grandes Praderas. Deseo de ser piel roja. El caballo de hierro cruza ahora sin miedo desiertos abrasados de silencio. Deseo de ser piel roja. Sitting Bull ha muerto y no hay tambores para hacerlo volver desde el reino de las sombras. Deseo de ser piel roja. Cruzó un último jinete la infinita llanura, dejó tras de sí vana polvareda, que luego se deshizo en el viento. Deseo de ser piel roja. En la Reservación no anida serpiente cascabel, sino abandono.
DESEO DE SER PIEL ROJA. (Sitting Bull ha muerto, los tambores lo gritan sin esperar respuesta. )
Leopoldo María Panero (Así se fundó Carnaby Street, 1970)
Barcos al atardecer, Abraham Hulk Senior (1813-1897)
Oh ser un capitán de quince años viejo lobo marino las velas desplegadas las sirenas de los puertos y el hollín y el silencio en las barcazas las pipas humeantes de los armadores pintados al óleo las huelgas de los cargadores las grúas paradas ante el cielo de zinc los tiroteos nocturnos en la dársena fogonazos un cuerpo en las aguas con sordo estampido el humo en los cafetines Dick Tracy los cristales empañados la música zíngara los relatos de pulpos serpientes y ballenas de oro enterrado y de filibusteros un mascarón de proa el viejo dios Neptuno una dama en las Antillas ríe y agita el abanico de nácar bajo los cocoteros.
Salón berlinés con chimenea, Paul Gehrmann (c. 1923)
De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso, dejar atrás un sótano más negro que mi reputación —y ya es decir—, poner visillos blancos y tomar criada, renunciar a la vida de bohemio, si vienes luego tú, pelmazo, embarazoso huésped, memo vestido con mis trajes, zángano de colmena, inútil, cacaseno, con tus manos lavadas, a comer en mi plato y a ensuciar la casa?
Te acompañan las barras de los bares últimos de la noche, los chulos, las floristas, las calles muertas de la madrugada y los ascensores de luz amarilla cuando llegas, borracho, y te paras a verte en el espejo la cara destruida, con ojos todavía violentos que no quieres cerrar. Y si te increpo, te ríes, me recuerdas el pasado y dices que envejezco.
Podría recordarte que ya no tienes gracia. Que tu estilo casual y que tu desenfado resultan truculentos cuando se tienen más de treinta años, y que tu encantadora sonrisa de muchacho soñoliento —seguro de gustar— es un resto penoso, un intento patético. Mientras que tú me miras con tus ojos de verdadero huérfano, y me lloras y me prometes ya no hacerlo.
Si no fueses tan puta! Y si yo supiese, hace ya tiempo, que tú eres fuerte cuando yo soy débil y que eres débil cuando me enfurezco... De tus regresos guardo una impresión confusa de pánico, de pena y descontento, y la desesperanza y la impaciencia y el resentimiento de volver a sufrir, otra vez más, la humillación imperdonable de la excesiva intimidad.
A duras penas te llevaré a la cama, como quien va al infierno para dormir contigo. Muriendo a cada paso de impotencia, tropezando con muebles a tientas, cruzaremos el piso torpemente abrazados, vacilando de alcohol y de sollozos reprimidos. Oh innoble servidumbre de amar seres humanos, y la más innoble que es amarse a sí mismo!
Esa música... Insiste, hace daño en el alma. Viene tal vez de un tiempo remoto, de una época imposible perdida para siempre. Sobrepasa los límites de la música. Tiene materia, aroma, es como polvo de algo indefinible, de un recuerdo que nunca se ha vivido, de una vaga esperanza irrealizable. Se llama simplemente: canción.