sábado, 27 de enero de 2024

Los cisnes

                  Un lago en Long Island, William Merritt Chase (1890)

                                               I

    ¿Qué signo haces, oh Cisne, con tu encorvado cuello
al paso de los tristes y errantes soñadores?
¿Por qué tan silencioso de ser blanco y ser bello,
tiránico a las aguas e impasible a las flores?
    Yo te saludo ahora como en versos latinos
te saludara antaño Publio Ovidio Nasón.
Los mismos ruiseñores cantan los mismos trinos,
y en diferentes lenguas es la misma canción.
    A vosotros mi lengua no debe ser extraña.
A Garcilaso visteis, acaso, alguna vez...
Soy un hijo de América, soy un nieto de España...
Quevedo pudo hablaros en verso en Aranjuez. 
    Cisnes, los abanicos de vuestras alas frescas
den a las frentes pálidas sus caricias más puras, 
y alejen vuestras blancas figuras pintorescas
de nuestras mentes tristes las ideas oscuras.
    Brumas septentrionales nos llenan de tristezas,
se mueren nuestras rosas, se agostan nuestras palmas,
casi no hay ilusiones para nuestras cabezas,
y somos los mendigos de nuestras pobres almas.
    Nos predican la guerra con águilas feroces,
gerifaltes de antaño revienen a los puños,
mas no brillan las glorias de las antiguas hoces,
ni hay Rodrigos ni Jaimes, ni hay Alfonsos ni Nuños.
    Faltos de los alientos que dan las grandes cosas,
¿qué haremos los poetas sino buscar tus lagos?
A falta de laureles son muy dulces las rosas,
y a falta de victorias busquemos los halagos.
    La América española como la España entera
fija está en el Oriente de su fatal destino;
yo interrogo a la Esfinge que el porvenir espera
con la interrogación de tu cuello divino.
    ¿Seremos entregados a los bárbaros fieros?
¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?
¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros?
¿Callaremos ahora para llorar después?
    He lanzado mi grito, Cisnes, entre vosotros, 
que habéis sido los fieles en la desilusión,
mientras siento una fuga de americanos potros
y el estertor postrero de un caduco león...
    ...Y un Cisne negro dijo: «La noche anuncia el día».
Y uno blanco: «¡La aurora es inmortal, la aurora
es inmortal!» ¡Oh tierras de sol y de armonía,
aún guarda la Esperanza la caja de Pandora!

Rubén Darío
(Cantos de vida y esperanza, 1905)

miércoles, 10 de enero de 2024

XXV

Dama elegante con un ramo de rosas, Émile Vernon (1872-1920)

Cuando en la noche te envuelven
las alas de tul del sueño
y tus tendidas pestañas
semejan arcos de ébano,
por escuchar los latidos
de tu corazón inquieto
y reclinar tu dormida
cabeza sobre mi pecho,
             diera, alma mía,
             cuanto poseo, 
             ¡la luz, el aire
             y el pensamiento!

Cuando se clavan tus ojos
en un invisible objeto
y tus labios ilumina
de una sonrisa el reflejo,
por leer sobre tu frente
el callado pensamiento 
que pasa como la nube
del mar sobre el ancho espejo,
            diera, alma mía,
            cuanto deseo,
            ¡la fama, el oro,
            la gloria, el genio!

Cuando enmudece tu lengua
y se apresura tu aliento,
y tus mejillas se encienden
y entornas tus ojos negros,
por ver entre sus pestañas
brillar con húmedo fuego
la ardiente chispa que brota
del volcán de los deseos,
            diera, alma mía,
            por cuanto espero,
            la fe, el espíritu,
            la tierra, el cielo.

Gustavo Adolfo Bécquer
            (Rimas, 1871)

sábado, 6 de enero de 2024

Oriental

                        Vista de La Alhambra, Louis Gurlitt (1812-1897)

Corriendo van por la vega
a las puertas de Granada
hasta cuarenta gomeles
y el capitán que los manda.

Al entrar en la ciudad,
parando su yegua blanca,
le dijo este a una mujer
que entre sus brazos lloraba:

"Enjuga el llanto, cristiana;
no me atormentes así;
que tengo yo, mi sultana,
un nuevo Edén para ti.

Tengo un palacio en Granada,
tengo jardines y flores,
tengo una fuente dorada
con más de cien surtidores;

y en la vega del Genil
tengo parda fortaleza,
que será reina entre mil
cuando encierre tu belleza;

y sobre toda una orilla
extiendo mi señorío;
ni en Córdoba ni en Sevilla
hay un parque como el mío.

Allí la altiva palmera
y el encendido granado,
junto a la frondosa higuera,
cubren el valle y collado;

allí el robusto nogal,
allí el nópalo amarillo,
allí el sombrío moral
crecen al pie del castillo.

Y olmos tengo en mi alameda
que hasta el cielo se levantan,
y en redes de plata y seda
tengo pájaros que cantan.

Sultana serás si quieres,
que, desiertos mis salones,
está mi harén sin mujeres,
mis oídos sin canciones.

Yo te daré terciopelos
y perfumes orientales;
de Grecia te traeré velos
y de Cachemira, chales.

Yo te daré blancas plumas
para que adornes tu frente:
más blancas que las espumas
de nuestros mares de Oriente;

y perlas para el cabello,
y baños para el calor,
y collares para el cuello;
para los labios… ¡amor!"

"¿Qué me valen tus riquezas
–respondiole la cristiana–,
si me quitas a mi padre,
mis amigos y mis damas?

Vuélveme, vuélveme, moro,
a mi padre y a mi patria,
que mis torres de León
valen más que tu Granada".

Escuchóla en paz el moro,
y manoseando su barba,
dijo, como quien medita
(en la mejilla, una lágrima):

"Si tus castillos mejores
que nuestros jardines son,
y son más bellas tus flores,
por ser tuyas, en León,

y tú diste tus amores
a alguno de tus guerreros,
hurí del Edén, no llores:
vete con tus caballeros".

Y dándola su caballo
y la mitad de su guardia,
el capitán de los moros
volvió en silencio la espalda.

José Zorrilla
(Poesías, 1837)

martes, 2 de enero de 2024

Cenicientas las aguas, los desnudos

                 Lluvia en Mont Plaisant, Albert Marquet (1944)

Cenicientas las aguas, los desnudos
árboles y los montes cenicientos;
parda la bruma que los vela y pardas
las nubes que atraviesan por el cielo;
triste, en la tierra, el color gris domina,
            ¡el color de los viejos!

De cuando en cuando de la lluvia el sordo
           rumor suena, y el viento
           al pasar por el bosque
           silba o finge lamentos
tan extraños, tan hondos y dolientes
que parece que llaman por los muertos.

Seguido del mastín, que helado tiembla,
          el labrador, envuelto
en su capa de juncos, cruza el monte;
          el campo está desierto,
y tan solo en los charcos que negrean
del ancho prado entre el verdor intenso
posa el vuelo la blanca gaviota,
          mientras graznan los cuervos.

          Yo desde mi ventana,
que azotan los airados elementos,
regocijada y pensativa escucho
          el discorde concierto
          simpático a mi alma...
          ¡Oh, mi amigo el invierno!,
mil y mil veces bien venido seas,
mi sombrío y adusto compañero.
¿No eres acaso el precursor dichoso
del tibio mayo y del abril risueño?

¡Ah, si el invierno triste de la vida,
como tú de las flores y los céfiros,
también precursor fuera de la hermosa
y eterna primavera de mis sueños...!

Rosalía De Castro
(En las orillas del Sar, 1884)
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