martes, 28 de abril de 2015

El juego de hacer versos

                        Charles Baudelaire, Gustave Courbet (1848-1849)

El juego de hacer versos
—que no es un juego— es algo
parecido en principio
al placer solitario.

Con la primera muda,
en los años nostálgicos
de nuestra adolescencia,
a escribir empezamos.

Y son nuestros poemas
del todo imaginarios
—demasiado inexpertos
ni siquiera plagiamos—

porque la Poesía
es un ángel abstracto
y, como todos ellos,
predispuesto a halagarnos.

El arte es otra cosa
distinta. El resultado
de mucha vocación
y un poco de trabajo.

Aprender a pensar
en renglones contados
–y no en los sentimientos
con que nos exaltábamos–,

tratar con el idioma
como si fuera mágico
es un buen ejercicio,
que llega a emborracharnos.

Luego está el instrumento
en su punto afinado:
la mejor poesía
es el Verbo hecho tango.

Y los poemas son
un modo que adoptamos
para que nos entiendan
y que nos entendamos.

Lo que importa explicar
es la vida, los rasgos
de su filantropía,
las noches de sus sábados.

La manera que tiene
sobre todo en verano
de ser un paraíso.
Aunque, de cuando en cuando,

si alguna de esas noches
que las carga el diablo
uno piensa en la historia
de estos últimos años,

si piensa en esta vida
que nos hace pedazos
de madera podrida,
perdida en un naufragio,

la conciencia le pesa
—por estar intentando
persuadirse en secreto
de que aún es honrado.

El juego de hacer versos,
que no es un juego, es algo
que acaba pareciéndose
al vicio solitario.


Jaime Gil de Biedma
(Moralidades, 1966)

domingo, 26 de abril de 2015

El cine de los sábados

        Cartel de Con faldas y a lo loco, de Billy Wilder (1959)

maravillas del cine galerías
de luz parpadeante entre silbidos
niños con sus mamás que iban abajo
entre panteras un indio se esfuerza
por alcanzar los frutos más dorados
ivonne de carlo baila en scherezade
no sé si danza musulmana o tango
amor de mis quince años marilyn
ríos de la memoria tan amargos
luego la cena desabrida y fría
y los ojos ardiendo como faros.


Antonio Martínez Sarrión
(Teatro de operaciones, 1967)

jueves, 23 de abril de 2015

Mientras tú existas

                                          Primavera, Heinrich Vogeler (1913)

Mientras tú existas,
mientras mi mirada
te busque más allá de las colinas,
mientras nada
me llene el corazón,
si no es tu imagen, y haya
una remota posibilidad de que estés viva
en algún sitio, iluminada
por una luz —cualquiera...
                                                Mientras
yo presienta que eres y te llamas
así, con ese nombre tuyo
tan pequeño,
seguiré como ahora, amada
mía,
transido de distancia,
bajo ese amor que crece y no se muere,
bajo ese amor que sigue y nunca acaba.


Ángel González
(Áspero mundo, 1956)

martes, 21 de abril de 2015

Primavera en la tierra

                             Massa, Bahía de Nápoles, John Brett (1864)

Vosotros, fuisteis
espíritus de un alto cielo,
poderes benévolos que presidisteis mi vida,
iluminando mi frente en los feraces días de la alegría juvenil.

Amé, amé la dichosa Primavera

bajo el signo divino de vuestras alas levísimas,
oh poderosos, oh externos dueños de la tierra.
Desde un alto cielo de gloria,
espíritus celestes, vivificadores del hombre,
iluminasteis mi frente con los rayos vitales de un sol que llenaba la tierra de sus totales cánticos.

Todo el mundo creado

resonaba con la amarilla gloria
de la luz cambiante.
Pájaros de colores,
con azules y rojas y verdes y amatistas,
coloreadas alas con plumas como el beso,
saturaban la bóveda palpitante de dicha,
batiente como seno, como plumaje o seno,
como la piel turgente que los besos tiñeran.

Los árboles saturados colgaban

densamente cargados de una savia encendida.
Flores pujantes, hálito repentino de una tierra gozosa,
abrían su misterio, su boca suspirante,
labios rojos que el sol dulcemente quemaba.

Todo abría su cáliz bajo la luz caliente.

Las grandes rocas, casi de piedra o carne,
se amontonaban sobre dulces montañas,
que reposaban cálidas como cuerpos cansados
de gozar una hermosa sensualidad luciente.
Las aguas vivas, espumas del amor en los cuerpos,
huían, se atrevían, se rozaban, cantaban.
Risas frescas los bosque enviaban, ya mágicos;
atravesados solo de un atrevido viento.

Pero vosotros, dueños fáciles de la vida,
presidisteis mi juventud primera.
Un muchacho desnudo, cubierto de vegetal alegría,
huía por las arenas vívidas del amor
hacia el gran mar extenso,
hacia la vasta inmensidad derramada
que melodiosamente pide un amor consumado.

La gran playa marina,

no abanico, no rosa, no vara de nardo,
pero concha de un nácar irisado de ardores,
se extendía vibrando, resonando, cantando,
poblada de unos pájaros de virginal blancura.

Un rosa cándido por las nubes remotas

evocaba mejillas recientes donde un beso
ha teñido purezas de magnolia mojada,
ojos húmedos, frente salina y alba
y un rubio pelo que en el ocaso ondea.

Pero el mar se irisaba. Sus verdes cambiantes,

sus azules lucientes, su resonante gloria
clamaba erguidamente hasta los puros cielos,
emergiendo entre espumas su vasta voz amante.

En ese mar alzado, gemidor, que dolía

como una piedra toda de luz que a mí me amase,
mojé mis pies, herí con mi cuerpo sus ondas,
y dominé insinuando mi bulto afiladísimo,
como un delfín que goza las espumas tendidas.

Gocé, sufrí, encendí los agoniosos mares,

los abrasados mares,
y sentí la pujanza de la vida cantando,
ensalzado en el ápice del placer a los cielos.

Siempre fuisteis, oh dueños poderosos,

los dispensadores de todas las gracias,
tutelares hados eternos que presidisteis la fiesta de la vida
que yo viví como criatura entre todas.

Los árboles, las espumas, las flores, los abismos,

como las rocas y aves y las aguas fugaces,
todo supo de vuestra presencia invisible
en el mundo que yo viví en los alegres días juveniles.

Hoy que la nieve también existe bajo vuestra presencia,

miro los cielos de plomo pesaroso
y diviso los hierros de las torres que elevaron los hombres
como espectros de todos los deseos efímeros.

Y miro las vagas telas que los hombres ofrecen,

máscaras que no lloran sobre las ciudades cansadas,
mientras siento lejana la música de los sueños
en que escapan las flautas de la Primavera apagándose.

Vicente Aleixandre
(Sombra del paraíso, 1944)

lunes, 20 de abril de 2015

Como el toro he nacido para el luto

                                  Hombre con toro,  Axel Törneman (1909)

Como el toro he nacido para el luto
y el dolor, como el toro estoy marcado
por un hierro infernal en el costado
y por varón en la ingle con un fruto.

Como el toro lo encuentra diminuto
todo mi corazón desmesurado,
y del rostro del beso enamorado,
como el toro a tu amor se lo disputo.

Como el toro me crezco en el castigo,
la lengua en corazón tengo bañada
y llevo al cuello un vendaval sonoro.

Como el toro te sigo y te persigo,
y dejas mi deseo en una espada,
como el toro burlado, como el toro.

Miguel Hernández
(El rayo que no cesa, 1936)

sábado, 18 de abril de 2015

Romance de una gentil dama y un rústico pastor

                 Vista de la Bahía de Pozzuoli, Jakob Philipp Hackert (1798)

Estase la gentil dama
paseando en su vergel,
los pies tenía descalzos

que era maravilla ver.
Hablábame desde lejos,
no le quise responder;

respondile con gran saña:
–¿Qué mandáis, gentil mujer?
Con una voz amorosa
comenzó de responder:
–Ven acá tú, el pastorcico,
si quieres tomar placer;
siesta es de mediodía
y ya es hora de comer;
si quieres tomar posada
todo es a tu placer.
– No era tiempo, señora,
que me haya de detener,
que tengo mujer e hijos
y casa de mantener,
y mi ganado en la sierra
que se me iba a perder,
y aquellos que me lo guardan
no tenían qué comer.
–Vete con Dios, pastorcillo,
no te sabes entender.
Hermosuras de mi cuerpo
yo te las hiciera ver:
delgadita en la cintura,
blanca soy como el papel,
la color tengo mezclada,
como rosa en el rosel;
las teticas agudicas,
que el brial quieren hender;

el cuello tengo de garza,
los ojos de un esparver; 

pues lo que tengo encubierto
maravilla es de lo ver.
–Ni aunque más tengáis, señora,
no me puedo detener.


Anónimo
(Siglo XV)

lunes, 6 de abril de 2015

Esta que veis de rostro amondongado

               Dulcinea del Toboso, Charles Robert Leslie (1839)

     Esta que veis de rostro amondongado,
alta de pechos y ademán brioso,
es Dulcinea, reina del Toboso,
de quien fue el gran Quijote aficionado.
 

     Pisó por ella el uno y otro lado
de la gran Sierra Negra, y el famoso
campo de Montïel, hasta el herboso
llano de Aranjüez, a pie y cansado


     (culpa de Rocinante). ¡Oh dura estrella!,
que esta manchega dama y este invito
andante caballero, en tiernos años,


     ella dejó, muriendo, de ser bella,
y él, aunque queda en mármores escrito,
no pudo huir de amor, iras y engaños.


Miguel de Cervantes
(El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 1605)

Este soneto (a modo de epitafio) pertenece a un grupo atribuido por Cervantes a los poetas de una Academia literaria de Argamasilla, meramente burlesca. Aparecen en el capítulo LII de la primera parte del Quijote y este, en concreto, va precedido de la siguiente leyenda: "Del Paniaguado, académico de la Argamasilla, "in laudem Dulcineae del Toboso"".
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