Aquí está el poema diario que utilizamos para ir fortaleciendo la inteligencia y la sensibilidad de nuestros alumnos. Si alguien encuentra un bálsamo o un revulsivo en esta diaria medicina, bienvenido sea.
Hago versos señores, hago versos, pero no me gusta que me llamen poetisa, me gusta el vino como a los albañiles y tengo una asistenta que habla sola. Este mundo resulta divertido, pasan cosas señores que no expongo, se dan casos, aunque nunca se dan casas a los pobres que no pueden dar traspaso.
Sigue habiendo solteras con su perro, sigue habiendo casados con querida a los déspotas duros nadie les dice nada, y leemos que hay muertos y pasamos la hoja, y nos pisan el cuello y nadie se levanta, y nos odia la gente y decimos: ¡la vida!
La cama está dispuesta, blancas las sábanas, y un cuerpo se me ofrece para el amor. Abramos la ventana, entren calor y noche, y el ruido del mundo sea solo el ruido del placer. Que no hay felicidad tan repetida y plena como pasar la noche, romper la madrugada, con un ardiente cuerpo. Con un oscuro cuerpo, de quien nada conozco sino su juventud.
Aquella infancia fue más bien triste. Ser niño en el cuarenta y dos parecía imposible. Nuestra niñez era una mezcla de comprensión y aburrimiento. Éramos serios y aburridos. Recuerdo aquellas tardes; eran como el mundo era entonces: sin resquicios y tristes. Veo a mis pocos años observar con ahínco, tras el cristal opaco, la calle larga y gris; el sol estaba lejos y era lo único barato, lo único que traía alegría sin exigirnos nada. Veo a mi niña, adulta y consecuente con un programa bien trazado: crecer, crecer muy pronto, darse prisa —ser niño era una carga demasiado pesada para nosotros y para los grandes—. Solo en verano el mundo parecía asequible, durante tres o cuatro meses saltar, correr, era la vida. Lo gris volvía siempre muy pronto. Un día amanecimos lentas, crecidas, llenas de miedo, de presente. Buscábamos palabras en el diccionario con el afán de comprenderlo todo: necesitábamos hacer lenguaje. Algunos nos miraron con asombro, decían que éramos inteligentes. Nosotras, durante los dolientes domingos dibujábamos inseguros paisajes. Durante mucho tiempo esas fueron todas mis excursiones. Salir a un campo que no fuera pintado suponía gastar unos zapatos. Salir, salir, ese era el sueño, abolir a las trenzas, inaugurar la barra de labios: ¡mi reino por un trabajo!
¿Cómo rendir ahora un homenaje a aquellos días? ¿Cómo añorarlos sin desconfianza? Se arrugaron, igual que los paisajes de papel, mientras crecíamos hacia ese desconsuelo que hoy nos puebla.
Rey de un trigal, de un río, de una viña: así habrá de soñarse. Y libre. Dueño de sí, hoguera perpetua en que arda el leño de la verdad. Y que el amor lo ciña.
Querrá subir hasta que el cielo tiña de claridad el bronce de su sueño. Pero no hay alas. Se herirá en su empeño, y llorará sobre su frente niña.
Y sabrá la verdad. Morirá el canto en su garganta, roja del espanto que oye y que mira y gusta y toca y huele.
Y estrenará su corazón rasgado de hombre acosado, de hombre acorralado, de ejecutado en cuanto se rebele.
Leyendo "El estado", Oscar Pereira da Silva (1865-1939)
Me asomo a mi agujero pequeñito. Fuera suena el mundo, sus números, su prisa, sus furias que dan a una su zumba y su lamento. Y escucho. No lo entiendo.
Los hombres amarillos, los negros o los blancos, la Bolsa, las escuadras, los partidos, la guerra: largas filas de hombres cayendo de uno en uno. Los cuento. No lo entiendo.
Levantan sus banderas, sus sonrisas, sus dientes, sus tanques, su avaricia, sus cálculos, su vientres y una belleza ofrece su sexo a la violencia. Lo veo. No lo creo.
Yo tengo mi agujero oscuro y calentito. Si miro hacia lo alto, veo un poco de cielo. Puedo dormir, comer, soñar con Dios, rascarme. El resto no lo entiendo.
En el nombre de España, paz. El hombre está en peligro. España, España, no te aduermas. Está en peligro, corre, acude. Vuela el ala de la noche junto al ala del día. Oye. Cruje una vieja sombra, vibra una luz joven. Paz para el día. En el nombre de España, paz.