domingo, 2 de febrero de 2020

Albada

           Una calle de París, Maximilien Luce (1896)

Despiértate. La cama está más fría
y las sábanas sucias en el suelo.
Por los montantes de la galería
            llega el amanecer,
con su color de abrigo de entretiempo
            y liga de mujer.

Despiértate pensando vagamente
que el portero de noche os ha llamado.
Y escucha en el silencio: sucediéndose
hacia lo lejos, se oyen enronquecer
los tranvías que llevan al trabajo.
             Es el amanecer.

Irán amontonándose las flores
cortadas, en los puestos de las Ramblas,
y silbarán los pájaros –cabrones–
desde los plátanos, mientras que ven volver
la negra humanidad que va a la cama
             después de amanecer.

Acuérdate del cuarto en que has dormido.
Entierra la cabeza en las almohadas,
sintiendo aún la irritación y el frío
              que da el amanecer
junto al cuerpo que tanto nos gustaba
              en la noche de ayer,

y piensa en que debieses levantarte.
Piensa en la casa todavía oscura
donde entrarás para cambiar de traje,
y en la oficina, con sueño que vencer,
y en muchas otras cosas que se anuncian
            desde el amanecer.

Aunque a tu lado escuches el susurro
de otra respiración. Aunque tú busques
el poco de calor entre sus muslos
medio dormido, que empieza a estremecer.
Aunque el amor no deje de ser dulce
              hecho al amanecer.

—Junto al cuerpo que anoche me gustaba
tanto desnudo, déjame que encienda
la luz para besarse cara a cara,
            en el amanecer.
Porque conozco el día que me espera,
            y no por el placer.


Jaime Gil de Biedma
(Moralidades, 1966)

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