A J.J., que ahora contempla, sin
dolor, ese paisaje que tanto amó
que hundiera sus raíces hasta tocar tus huesos:
Castilla que cantaste y amaste con locura
cuando faltó a tus pies su barbecho fecundo.
Raíces en lo hondo; copa esbelta en el cielo.
No ese ciprés de Silos que Gerardo cantara,
sino un ciprés aún tierno que creciese a tu vera
señalando al que pase la ruta que seguiste.
Así todos verían al levantar los ojos,
que ya no estás ahí donde tu nombre queda,
porque el ciprés, cual índice de verdor y esperanza,
guiaría su vista a tu verdad inmutable.
¡Qué guardia de cipreses en la tarde de oro!
Y me acordé de ti y de aquellos poemas;
y de los que, después, colmaste de ese Amor
que te acunó la muerte.
Yo te quise traer un ciprés de Castilla.
¿Para qué? me pregunto. ¡Si ya la tienes toda!
Ernestina de Champourcín
(Cartas cerradas, 1968)
Que texto tan lindo
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