viernes, 30 de junio de 2017

Nunca he visto dos nubes iguales

           Día de verano en el lago del bosque, Carl Frederik Aagaard (1877)

Nunca he visto dos nubes iguales,
ni dos hojas de roble,
ni dos perros, o gatos, o caballos,
ni, desde luego, dos rostros;
nunca he sentido dos emociones iguales,
nunca he pensado dos pensamientos iguales,
nunca he soñado dos sueños iguales,
nunca he recordado dos escenas iguales.
Únicamente lo singular existe,
dueño de sí mismo, indómito.
El resto es una tiranía del lenguaje
para domesticar el alma.

Rafael Argullol
(Poema, 2017)

miércoles, 28 de junio de 2017

Volcanes y caricias

        Vista de Capri con el Vesubio al fondo, Edmund Berninger (h. 1929)

No me cuentes jamás ese secreto.

Guárdalo para ti.

Que entre los dos perdure
la convulsa belleza de esta isla.

Arrasada y altiva, negra y rota.

Incendiaria semilla de una tarde
que alumbró en tierra fértil, esas vides
escondidas al fondo de su propio abismo.

La lava entre los labios de este vino tan dulce.

La música del agua cuando cavo en tu piel
y elaboro con sed de azada antigua
la sagrada caricia, el beso oscuro,

tus derrames de azufre.

La convulsa belleza de aquel grito
que atravesó la isla

Fernando Beltrán
(Hotel vivir, 2015)

lunes, 26 de junio de 2017

Estoy en el incendio

                          Crepúculo en Venecia, Claude Monet (1908)

Más allá de tu pupila colmada de mercurio,
en la más inconsolable almena de la noche,
estoy en el incendio de todo lo que fuimos.

¡Si yo pudiera remontar por el confín del humo,
con pájaros de olvido volver atrás los años
hasta el abril primero cuando aún no existías!
¡Si encontrara allí tu cuerpo intacto de mi cuerpo,
tu nombre transparente para colmar el mundo
con el fervor descalzo del misterio más limpio!

Con qué equivocada furia la noche sin testigos
en deshauciadas llamas consume nuestro abrazo;
es lumbre de nostalgia, bengala del  insomnio,
es quimera asfixiada en el envés del humo.
Estoy en el incendio de todo lo que fuimos.

Quizá todo adiós es festín de ceniza,
el gesto inútil de un animal que muere
y deja caer su sombra, apenas huérfana,
en el cauce apresurado
                                          del olvido.

Alberto Conejero
(Si descubres un incendio, 2016)

jueves, 22 de junio de 2017

A Él

                              Paisaje tropical, Albert Bierstadt (1830-1902)

    Era la edad lisonjera
en que es un sueño la vida;
era la aurora hechicera
de mi juventud florida
en su sonrisa primera:

    cuando sin rumbo vagaba
por el campo silenciosa
y en escuchar me gozaba
la tórtola que entonaba
su querella lastimosa.

    Melancólico fulgor
blanca luna repartía,
y el aura leve mecía
con soplo murmurador
la tierna flor que se abría.

    ¡Y yo gozaba! El rocío
–nocturno llanto del cielo–,
el bosque espeso y umbrío,
la dulce quietud del suelo,
el manso correr del río,

    y de la luna el albor,
y el aura que murmuraba
acariciando a la flor,
y el pájaro que cantaba...,
¡todo me hablaba de amor!

    Y trémula, palpitante,
en mi delirio extasiada,
miré una visión brillante,
como el aire perfumada,
como las nubes flotante.

    Ante mí resplandecía
como un astro brillador,
y mi loca fantasía
al fantasma seductor
tributaba idolatría.

    Escuchar pensé su acento
en el canto de las aves;
eran las auras su aliento,
cargadas de aromas suaves,
y su estancia el firmamento...

    ¿Qué extraño ser era aquel?
¿Era un ángel o era un hombre?
¿Era un dios o era Luzbel?...
¿Mi visión no tiene nombre?
¡Ah, nombre tiene: era Él!

    El alma soñaba tu imagen divina
y en ella reinabas ignoto señor,
que acaso su instinto feliz adivina
los rasgos que debe grabarle el amor.

    Al sol en que el cielo de Cuba destella,
del trópico ardiente brillante fanal,
tus ojos eclipsan; tu frente descuella
cual se alza en la selva la palma real.

    Del genio la aureola radiante, sublime,
ciñendo contemplo tu pálida sien,
y al verte, mi pecho palpita y se oprime,
dudando si formas mi mal o mi bien.

    Que tú eres, no hay duda, mi sueño adorado,
el ser a quien tanto mi pecho anheló;
mas, ¡ay!, que mil veces el hombre, arrastrado
por fuerza enemiga, su tumba buscó.

     Así vi a la mariposa
inocente, fascinada,
en torno a la luz amada
revolotear con placer;
insensata se aproxima
y la acaricia insensata,
hasta que la luz ingrata
devora su frágil ser.

    Y es fama que allá en los bosques
que habita el indio indolente
nace y crece una serpiente
de prodigioso poder.
Si sus hálitos exhala,
en apariencia süaves,
volando bajan las aves
en su garganta a caer.

    ¿Y dónde van esas nubes
por el viento compelidas;
dónde esas hojas perdidas
que del árbol arrancó?...
¡Ay!, lo ignoran: las arrastra
el poder de su destino,
y ceden al torbellino
como al amor cedí yo.

    Así vuelan resignadas
y no saben dónde van...,
pero siguen el sendero
que les traza el huracán.

    Vuelan, vuelan en sus alas
nubes y hojas a la par,
ora al cielo las levante,
ora las hunda en el mar.

    ¿Y a qué pararse sirviera?
¿A qué el término inquirir?
¡Ya a la altura, ya al abismo,
su curso habrán de seguir!


Gertrudis Gómez de Avellaneda
(Poesías, 1841)

lunes, 19 de junio de 2017

Cando ninguén os mira

                           Ladera arbolada, Albert Bierstadt (1830-19o2)

Cando ninguén os mira,
vense rostros nubrados e sombrisos,
homes que erran cal sombras voltexantes
por veigas e campíos.
 

Un, enriba dun cómaro
séntase caviloso e pensativo;
outro, ó pe dun carballo queda inmóvil,
coa vista levantada hacia o infinito.
 

Algún, cabo da fonte recrinado
parés que escoita atento o marmurío
da auga que cai, i exhala xordamente
tristísimos sospiros.
 

¡Van a deixala patria...!
Forzoso, mais supremo sacrificio.
A miseria está negra en torno deles,
¡ai!, ¡i adiante está o abismo...!


Rosalía de Castro
(Follas novas, 1880)

Versión al castellano de Un poema cada día

Cuando nadie los mira,
vense rostros nublados y sombríos,
hombres que yerran cual sombras volteantes
por vegas y baldíos.

Uno, encima de un collado
siéntase caviloso y pensativo;
otro, al pie de un roble queda inmóvil,
con la vista levantada al infinito.

Alguno, cabe la fuente reclinado
parece que escucha atento el ruido
de agua que cae, y exhala sordamente
tristísimos suspiros...

¡Van a dejar la patria...!
Forzoso, mas supremo sacrificio.
La miseria está negra en torno de ellos,
¡ay!, ¡y delante está el abismo...!

(Hojas nuevas, 1880)

lunes, 5 de junio de 2017

Rima LVI

 Monumento a Bécquer en el Parque de la Quinta de la Fuente del Berro

    Hoy como ayer, mañana como hoy,
¡y siempre igual!
Un cielo gris, un horizonte eterno,

y andar... andar.

    Moviéndose a compás como una estúpida

máquina el corazón;
la torpe inteligencia del cerebro

dormida en un rincón.

    El alma que ambiciona un paraíso,

buscándole sin fe;
fatiga sin objeto, ola que rueda

ignorando por qué.

    Voz que incesante con el mismo tono

canta el mismo cantar,
gota de agua monótona que cae

y cae sin cesar.

    Así van deslizándose los días

unos de otros en pos,
hoy lo mismo que ayer, probablemente

mañana como hoy.

    ¡Ay! ¡a veces me acuerdo suspirando

del antiguo sufrir!
¡Amargo es el dolor pero siquiera
¡padecer es vivir!

Gustavo Adolfo Bécquer
            (Rimas, 1871)

sábado, 3 de junio de 2017

Era más de media noche

 Ruinas de Oybin a la luz de la luna, atribuido a Caspar David Friedrich (1774-1740)

     Era más de media noche,
antiguas historias cuentan,
cuando en sueño y en silencio
lóbrego, envuelta la tierra,
los vivos muertos parecen,
los muertos la tumba dejan.
Era la hora en que acaso
temerosas voces suenan
informes, en que se escuchan
tácitas pisadas huecas,
y pavorosas fantasmas
entre las densas tinieblas
vagan, y aúllan los perros
amedrentados al verlas;
en que tal vez la campana
de alguna arruinada iglesia
da misteriosos sonidos
de maldición y anatema,
que los sábados convoca
a las brujas a su fiesta.
El cielo estaba sombrío,
no vislumbraba una estrella,
silbaba lúgubre el viento,
y allá en el aire, cual negras
fantasmas, se dibujaban
las torres de las iglesias,
y del gótico castillo
las altísimas almenas,
donde canta o reza acaso
temeroso el centinela.
Todo en fin a media noche
reposaba, y tumba era
de sus dormidos vivientes
la antigua ciudad que riega
el Tormes, fecundo río
nombrado de los poetas,
la famosa Salamanca,
insigne en armas y letras,
patria de ilustres varones,
noble archivo de las ciencias.
     Súbito rumor de espadas
cruje y un «¡ay!» se escuchó;
un «¡ay!» moribundo, un «¡ay!»
que penetra el corazón,
que hasta los tuétanos hiela
y da al que lo oyó temblor.
Un «¡ay!» de alguno que al mundo
pronuncia el último adiós.

                   El ruido
              cesó,
              un hombre
              pasó
              embozado,
              y el sombrero
              recatado
              a los ojos
              se caló.
              Se desliza
              y atraviesa
              junto al muro
              de una iglesia,
              y en la sombra
              se perdió.

     Una calle estrecha y alta,
la calle del Ataúd,
cual si de negro crespón
lóbrego eterno capuz
la vistiera, siempre oscura
y de noche sin más luz
que la lámpara que alumbra
una imagen de Jesús,
atraviesa el embozado,
la espada en la mano aún,
que lanzó vivo reflejo
al pasar frente a la cruz.


José de Espronceda
(El estudiante de Salamanca, 1839)
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