jueves, 18 de enero de 2018

Los celestiales

                             Glorieta al atardecer, Santiago Rusiñol (1913)

Después y por encima de la pared caída
de los vidrios caídos de la puerta arrasada
cuando se alejó el eco de las detonaciones
y el humo y sus olores abandonaron la ciudad
después cuando el orgullo se refugió en las cuevas
mordiéndose los puños para no decir nada
arriba en las paseos en las calles con ruina
que el sol acariciaba con sus manos de amigo
asomaron los poetas gente de orden por supuesto.
 

Es la hora dijeron de cantar los asuntos
maravillosamente insustanciales es decir
el momento de olvidarnos de todo lo ocurrido
y componer hermosos versos vacíos sí pero sonoros
melodiosos como el laúd
que adormezcan que transfiguren
que apacigüen los ánimos ¡qué barbaridad!
 

Ante tan sabia solución
se reunieron pues los poetas y en la asamblea
de un café a votación sin más preámbulo
fue Garcilaso desenterrado llevado en andas paseado
como reliquia por las aldeas y revistas
y entronizado en la capital. El verso melodioso
la palabra feliz todos los restos
fueron comida suculenta festín de la comunidad.
 

Y el viento fue condecorado y se habló
de marineros de lluvia de azahares
y una vez más la soledad y el campo como antaño
y el cauce tembloroso de los ríos
y todas las grandes maravillas
fueron en suma convocadas.
 

Esto duró algún tiempo hasta que poco
a poco las reservas se fueron agotando.
Los poetas rendidos de cansancio se dedicaron
a lanzarse sonetos mutuamente
de mesa a mesa en el café. Y un día
entre el fragor de los poemas alguien dijo: Escuchad
fuera las cosas no han cambiado nosotros
hemos hecho una meritoria labor pero no basta.
Los trinos y el aroma de nuestras elegías
no han calmado las iras el azote de Dios.
 

De las mesas creció un murmullo
rumoroso como el océano y los poetas exclamaron:
Es cierto es cierto olvidamos a Dios somos
ciegos mortales perros heridos por su fuerza
por su justicia cantémosle ya.
 

Y así el buen Dios sustituyó
al viejo padre Garcilaso y fue llamado
dulce tirano amigo mesías
lejanísimo sátrapa fiel amante guerrillero
gran parido asidero de mi sangre y los Oh Tú
y los Señor Señor se elevaron altísimos empujados
por los golpes de pecho en el papel
por el dolor de tantos corazones valientes.
 

Y así perduran en la actualidad.
 

Esta es la historia caballeros
de los poetas celestiales historia clara
y verdadera y cuyo ejemplo no han seguido
los poetas locos que perdidos
en el tumulto callejero cantan al hombre
satirizan o aman el reino de los hombres
tan pasajero tan falaz y en su locura
lanzan gritos pidiendo paz pidiendo patria
pidiendo aire verdadero.


José Agustín Goytisolo
(Salmos al viento, 1958)

domingo, 14 de enero de 2018

Infancia y confesiones

                         El cenador, Henri-Jean Guillaume Martin (1900)

Cuando yo era más joven
(bueno, en realidad, será mejor decir
muy joven)
                   algunos años antes
de conoceros y
recién llegado a la ciudad,
a menudo pensaba en la vida.
                                                      Mi familia
era bastante rica y yo estudiante.

Mi infancia eran recuerdos de una casa
con escuela y despensa y llave en el ropero,
de cuando las familias
acomodadas,
                        como su nombre indica,
veraneaban infinitamente
en Villa Estefanía o en La Torre
del Mirador

                      y más allá continuaba el mundo
con senderos de grava y cenadores
rústicos, decorado de hortensias pomposas,
todo ligeramente egoísta y caduco.

Yo nací (perdonadme)
en la edad de la pérgola y el tenis.

La vida, sin embargo, tenía extraños límites
y lo que es más extraño: una cierta tendencia
retráctil.

                Se contaban historias penosas,
inexplicables sucedidos
dónde no se sabía, caras tristes,
sótanos fríos como templos.
                                                    Algo sordo
perduraba a lo lejos
y era posible, lo decían en casa,
quedarse ciego de un escalofrío.

De mi pequeño reino afortunado
me quedó esta costumbre de calor
y una imposible propensión al mito.


Jaime Gil de Biedma
(Compañeros de viaje, 1959)

lunes, 8 de enero de 2018

Confesiones de un joven problemático

           Terraza del Hotel Samarkanda, Colin Campbell Cooper (h. 1923)

Recuerdo
con especial nostalgia
los veraneos junto al mar en mi niñez.

En aquel tiempo
venían a visitarme mis papás
casi todas las tardes,
                                       y mamá
–ella prefería al rubio; yo al moreno–
los recibía en la sala si llovía,
o en el jardín cuando hacía sol
–muy pocas veces.

Allí se demoraban dulcemente
mirándose a los ojos, conversando
de sucesos banales,
como si no quisiesen
profanar con palabras 
lo que en sus corazones existía.

Después se retiraban a la alcoba,
y me dejaban solo,
entre las rosas,
o en el diván granate del vestíbulo,
con un nuevo juguete que pronto me aburría.

¡Qué momentos tan tristes y tan largos
fuera de su ternura y sus desvelos!
Han pasado los años
y, aunque sé que es locura,
aún espero que salgan, sonrientes,
y compartan conmigo, igual que entonces,
la alegría final
de los últimos brindis y los últimos besos,
que ponía en el aire sombrío de la casa
un irreal resplandor,
alto e intenso
como la luz efímera que dora los crepúsculos.

No es complejo de Edipo lo que tengo
–dice el doctor–, sino de Cleopatra. 

Ángel González
( Muestra, corregida y aumentada, de algunos procedimientos narrativos y de las actitudes sentimentales que habitualmente comportan, 1977)
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