sábado, 23 de noviembre de 2019

La ventana

                                        InteriorOlga Boznańska (1906)

La ventana separa
al mundo de los trenes,
de los grandes vapores,
de los hombres a pie,
del mundo quieto
de un alma sola.

¡Qué alegría
ver los rosales y los vendedores!

Al ruidoso paisaje
de tráfico y de vida
mi tristeza se asoma.

Mi soledad consciente
mira las hermosuras
inútiles del mundo.

Lo bello y el dolor
es de las almas solas.


Manuel Altolaguirre
(Poesía, 1930-1931)

domingo, 17 de noviembre de 2019

Alba rápida

             Amanecer en Florida, Martin Johnson Heade (h. 1890-1900)

¡Pronto, de prisa, mi reino,
que se me escapa, que huye,
que se me va por las fuentes!
¡Qué luces, qué cuchilladas
sobre sus torres enciende!
Los brazos de mi corona,
¡qué ramas al cielo tienden!
¡Qué silencios tumba el alma!
¡Qué puertas cruza la Muerte!
¡Pronto, que el reino se escapa!
¡Que se derrumban mis sienes!
¡Qué remolino en mis ojos!
¡Qué galopar en mi frente!
¡Qué caballos de blancura
mi sangre en el cielo vierte!
Ya van por el viento, suben,
saltan por la luz, se pierden
sobre las aguas...
                                Ya vuelven
redondos, limpios, desnudos...
¡Qué primavera de nieve!

Sujetadme el cuerpo, ¡pronto!,
¡que se me va!, ¡que se pierde
su reino entre mis caballos!,
¡que lo arrastran!, ¡que lo hieren!,
¡que lo hacen pedazos, vivo,
bajo sus cascos celestes!
¡Pronto, que el reino se acaba!
¡Ya se le tronchan las fuentes!
¡Ay, limpias yeguas del aire!
¡Ay, banderas de mi frente!
¡Qué galopar en mis ojos!
 

Ligero, el mundo amanece.

Emilio Prados
(Cuerpo perseguido, 1927-28; publicado en 1946)

viernes, 8 de noviembre de 2019

Cómo era

                            Amor, Gustav Klimt (1862-1918)
                                                                                        ¿Cómo era Dios mío, cómo era?
                                                                                                     Juan Ramón Jiménez

La puerta franca.
                               Vino queda y suave.
Ni materia ni espíritu. Traía
una ligera inclinación de nave
y una luz matinal de claro día.

No era de ritmo, no era de armonía
ni de color. El corazón la sabe,
pero decir cómo era no podría
porque no es forma, ni en la forma cabe.

Lengua, barro mortal, cincel inepto,
deja la flor intacta del concepto
en esta clara noche de mi boda,
 

y canta mansamente, humildemente,
la sensación, la sombra, el accidente,
mientras Ella me llena el alma toda.


Dámaso Alonso
(Poemas puros. Poemillas de la ciudad, 1921)

viernes, 1 de noviembre de 2019

Destino de la carne

               Marina Piccola de Capri, Ángel Andrade Blázquez (1898)

No, no es eso. No miro
del otro lado del horizonte un cielo.
No contemplo unos ojos tranquilos, poderosos,
que aquietan a las aguas feroces que aquí braman.
No miro esa cascada de luces que descienden
de una boca hasta un pecho, hasta unas manos 

    blandas,
finitas, que a este mundo contienen, atesoran.
 

Por todas partes veo cuerpos desnudos, fieles
al cansancio del mundo. Carne fugaz que acaso
nació para ser chispa de luz, para abrasarse
de amor y ser la nada sin memoria, la hermosa
redondez de la luz.
Y que aquí está, aquí está, marchitamente eterna,
sucesiva, constante, siempre, siempre cansada.
 

Es inútil que un viento remoto, con forma vegetal,
    o una lengua,
lama despacio y largo su volumen, lo afile,
lo pula, lo acaricie, lo exalte.
Cuerpos humanos, rocas cansadas, grises bultos
que a la orilla del mar conciencia siempre
tenéis de que la vida no acaba, no, heredándose.
Cuerpos que mañana repetidos, infinitos, rodáis
como una espuma lenta, desengañada, siempre.
¡Siempre carne del hombre, sin luz! Siempre

    rodados
desde allá, de un océano sin origen que envía
ondas, ondas, espumas, cuerpos cansados, bordes
de un mar que no se acaba y que siempre jadea

    en sus orillas.

Todos, multiplicados, repetidos, sucesivos, amontonáis

    la carne,
la vida, sin esperanza, monótonamente iguales bajo

    los cielos hoscos que impasibles se heredan.
Sobre ese mar de cuerpos que aquí vierten sin

    tregua, que aquí rompen
redondamente y quedan mortales en las playas,
no se ve, no, ese rápido esquife, ágil velero
que con quilla de acero, rasgue, sesgue,
abra sangre de luz y raudo escape
hacia el hondo horizonte, hacia el origen
último de la vida, al confín del océano eterno
que humanos desparrama
sus grises cuerpos. Hacia la luz, hacia esa escala

     ascendente de brillos
que de un pecho benigno hacia una boca sube,
hacia unos ojos grandes, totales que contemplan,
hacia unas manos mudas, finitas, que aprisionan,
donde cansados siempre, vitales, aún nacemos.


Vicente Aleixandre
(Sombra del paraíso, 1944)
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