Me tiraste un limón, y tan amargo,
con una mano cálida y tan pura,
que no menoscabó su arquitectura
y probé su amargura, sin embargo.
Con el golpe amarillo, de un letargo
pasó a una desvelada calentura
mi sangre, que sintió la mordedura
de una punta de seno duro y largo.
Pero al mirarte y verte la sonrisa
que te produjo el limonado hecho,
a mi torpe malicia tan ajena,
se me durmió la sangre en la camisa,
y se volvió el poroso y áureo pecho
una picuda y deslumbrante pena.
Miguel Hernández
(El silbo vulnerado, 1934-1935)
La perfección de Hernández.
ResponderEliminar