Toro desde la orilla del Duero, Edgar Thomas Ainger Wigram (1906)
    ¡Nunca serenos! ¡Siempre 
con vino encima! ¿Quién va a aguarlo ahora 
que estamos en el pueblo y lo bebemos 
en paz? Y sin especias, 
no en el sabor la fuerza, media azumbre 
de vino peleón, doncel o albillo, 
tinto de Toro. Cuánto necesita 
mi juventud; mi corazón, qué poco. 
¡Meted hoy en los ojos el aliento 
del mundo, el resplandor del día! Cuándo 
por una sola vez y aquí, enfilando 
cielo y tierra, estaremos ciegos. ¡Tardes, 
mañanas, noches, todo, árboles, senderos, 
cegadme! El sol no importa, las lejanas 
estrellas... ¡Quiero ver, oh, quiero veros! 
Y corre el vino y cuánta, 
entre pecho y espalda cuánta madre 
de amistad fiel nos riega y nos desbroza. 
Voy recordando aquellos días. ¡Todos, 
pisad todos la sola uva del mundo: 
el corazón del hombre! ¡Con su sangre 
marcad las puertas! Ved: ya los sentidos 
son una luz hacia lo verdadero. 
Tan de repente ha sido. 
Cuánta esperanza, cuánta cuba hermosa 
sin fondo, con olor a tierra, a humo. 
Hoy he querido celebrar aquello 
mientras las nubes van hacia la puesta. 
Y antes de que las lluvias del otoño 
caigan, oíd: vendimiad todo lo vuestro, 
contad conmigo. Ebrios de sequía, 
sea la claridad zaguán del alma. 
¿Dónde quedaron mis borracherías? 
Ante esta media azumbre, gracias, gracias 
una vez más y adiós, adiós por siempre. 
No volverá el amigo fiel de entonces.
Claudio Rodríguez
(Conjuros, 1958) 

 
 
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