Una calle de París, Maximilien Luce (1896)
Despiértate. La cama está más fría 
y las sábanas sucias en el suelo. 
Por los montantes de la galería 
                         llega el amanecer, 
con su color de abrigo de entretiempo 
                         y liga de mujer. 
  
Despiértate pensando vagamente 
que el portero de noche os ha llamado. 
Y escucha en el silencio: sucediéndose 
hacia lo lejos, se oyen enronquecer 
los tranvías que llevan al trabajo. 
                           Es el amanecer. 
  
Irán amontonándose las flores 
cortadas, en los puestos de las Ramblas, 
y silbarán los pájaros –cabrones– 
desde los plátanos, mientras que ven volver 
la negra humanidad que va a la cama 
                           después de amanecer. 
  
Acuérdate del cuarto en que has dormido. 
Entierra la cabeza en las almohadas, 
sintiendo aún la irritación y el frío 
              que da el amanecer 
junto al cuerpo que tanto nos gustaba 
                            en la noche de ayer, 
  
y piensa en que debieses levantarte. 
Piensa en la casa todavía oscura 
donde entrarás para cambiar de traje, 
y en la oficina, con sueño que vencer, 
y en muchas otras cosas que se anuncian 
                           desde el amanecer. 
  
Aunque a tu lado escuches el susurro 
de otra respiración. Aunque tú busques 
el poco de calor entre sus muslos 
medio dormido, que empieza a estremecer. 
Aunque el amor no deje de ser dulce 
                             hecho al amanecer. 
  
—Junto al cuerpo que anoche me gustaba 
tanto desnudo, déjame que encienda 
la luz para besarse cara a cara, 
                            en el amanecer. 
Porque conozco el día que me espera, 
            y no por el placer.
Jaime Gil de Biedma
(Moralidades, 1966) 

 
 
Que viva la poesía
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