Charles Baudelaire, Gustave Courbet (1848-1849)
El juego de hacer versos
 —que no es un juego— es algo
 parecido en principio
 al placer solitario. 
Con la primera muda,
 en los años nostálgicos
 de nuestra adolescencia,
 a escribir empezamos. 
Y son nuestros poemas
 del todo imaginarios
 —demasiado inexpertos
 ni siquiera plagiamos— 
porque la Poesía
 es un ángel abstracto
 y, como todos ellos,
 predispuesto a halagarnos. 
El arte es otra cosa
 distinta. El resultado
 de mucha vocación
 y un poco de trabajo. 
Aprender a pensar
 en renglones contados
 –y no en los sentimientos
 con que nos exaltábamos–, 
tratar con el idioma
 como si fuera mágico
 es un buen ejercicio,
 que llega a emborracharnos. 
Luego está el instrumento
 en su punto afinado:
 la mejor poesía
 es el Verbo hecho tango. 
Y los poemas son
 un modo que adoptamos
 para que nos entiendan
 y que nos entendamos. 
Lo que importa explicar
 es la vida, los rasgos
 de su filantropía,
 las noches de sus sábados. 
La manera que tiene
 sobre todo en verano
 de ser un paraíso.
 Aunque, de cuando en cuando, 
si alguna de esas noches
 que las carga el diablo
 uno piensa en la historia
 de estos últimos años, 
si piensa en esta vida
 que nos hace pedazos
 de madera podrida,
 perdida en un naufragio, 
la conciencia le pesa
 —por estar intentando
 persuadirse en secreto
 de que aún es honrado. 
El juego de hacer versos,
 que no es un juego, es algo
 que acaba pareciéndose
 al vicio solitario.
Jaime Gil de Biedma
(Moralidades, 1966) 

 
 
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